Misrata Calling sobre la mesa.
Cervezas vacías.
Sonny Rollins.
Demasiada luz.
Demasiado poco ruido.
Subo el volumen.
Me quedo casi a oscuras.
Otra cerveza.
Escribo.
No sé cómo
ni por qué.
Pero escribo.
No es lo mismo escribir sobre el papel
que con un teclado.
No es lo mismo saber qué quieres escribir
que quedarte a verlas venir.
Pero a veces hay que escribir por escribir,
con lo que sea que tengas a mano,
con rabia,
con indiferencia.
Pero escribir
y dejar que el odio
o el amor
suban con cada letra.
Las palabras van apareciendo en la pantalla
al principio con miedo,
luego orgullosas,
como quien improvisa salir a la calle a ver qué pasa,
hablar con las esquinas,
gastarse los labios en los parques,
asomarse a los billares,
hacerse viejo en la barra de un bar,
emborracharse
y llorar como un niño
por la discusión más estúpida del mundo,
enfurecerse por el olor del miedo en la ropa y arrojar
piedras a los escaparates;
sentarse en cualquier bordillo de la ciudad y contemplar
a los mendigos durmiendo,
a las madres cargando siglos sobre sus cabezas,
a la policía atemorizando a los perros,
a los predicadores aprendiendo la tabla de multiplicar;
caminar quince cuadras
y descubrir el sonido del propio cuerpo,
la velocidad de un poema de Roberto Sosa
o de Juana Pavón,
el resultado de la potra en el Guanacaste,
el tono en el que están afinados los taxis
(sospecho que es si menor),
el peso atómico de una baleada,
el número exacto de calambres necesarios
para poder ver
con claridad
el Cinturón de Orión.
Poema incluido en el libro Veintinueve días de abril y marzo, a punto de ser publicado por DisparaLaPalabra.